De la Amistad
Y un joven dijo: «Háblanos de la amistad»
Y él respondió:
«Vuestro amigo es la respuesta a
vuestras necesidades.
Él es el campo que sembráis con
amor y cosecháis con agradecimiento.
Él es vuestra mesa y el fuego de vuestro
hogar.
Porque os acercáis a él con
vuestra hambre y lo buscáis sedientos de paz.
Cuando vuestro amigo os
manifieste su pensamiento no temáis el “no” en vuestra cabeza ni retengáis el
“sí”.
Y cuando él permanezca en
silencio, que vuestro corazón no deje de oír su corazón.
Porque en la amistad, todos los
pensamientos, todos los deseos, todas las esperanzas nacen y se comparten con
gozo y sin alardes.
Cuando os alejéis de vuestro
amigo, no sintáis dolor.
Porque lo que más amáis en él
quizá esté más claro en su ausencia, igual que la montaña es más clara desde el
llano para el que quiere subirla.
Y no permitáis que haya en la
amistad otro interés que el que os lleve a profundizar en el espíritu.
Porque el amor que no busca más
que la revelación de su propio misterio no es amor, sino una red tendida que
solo recoge la pesca inútil.
Que lo mejor de vosotros sea para
vuestro amigo.
Sí ha de conocer el flujo de
vuestra marea, que también conozca su reflujo.
Porque, ¿Qué amigos sería aquél
que tuvierais que buscaros para matar las horas?
Buscadlo para vivir las horas.
Porque existe para colmar vuestra
necesidad, no nuestro vacío.
Y haced que en la dulzura de la
amistad haya risa y placeres compartidos.
Porque en el rocío de las cosas
pequeñas el corazón encuentra su alborada y se refresca».
Kahlil Gibran
El Jardín del Profeta
Hace casi diez
años, por estas mismas fechas aunque no era Pascua Musulmana, en las montañas
del Rif, en un pueblecito azul y de muchos celestes llamado Chefchaouen, Ana
Cristina y yo paseábamos por el puente del Río “Ras el Ma” (Cabecera de Agua), donde hoy
en día siguen las mujeres del pueblo agareno lavando las ropas, con un “plus de modernidad” el
cual consiste en que, al borde de la cascada, con unas instalaciones de bateas
o “pilas” (como dirían en Costa Rica), debidamente servidas con redes de
fontanería y saneamiento y una cubierta acorde, acompañadas por la brisa serena y la amable sombra de los árboles: Ellas están allí. Trabajan para sus hogares desde
allí, comadrean desde allí, algunas aprovechan la luz del sol para el secado de
chilabas, kandoras, alfombras y tejidos de doméstico uso.
Durante el
paseo hablábamos de muchas historias y ver a Ana Cristina era como ver a Carmen Isabel, pero era también ver a Pedro y a Carmen. Desde que tengo memoria en la
casa de mi tía Nelly, en Santa María, eran “el cuarteto”, las hijas y “Los
Pedros” que ventilaban también esa especie de “Casa Azul” marabina en su prístina
galaxia de afectos. Siempre que veo a Carmen Isabel veo a Ana Cristina y
viceversa en el espejo del amor y por eso son tan parecidas entre sí y son tan
parecidas a Carmen y a Pedro. Los sutiles rasgos semíticos de Ana Cristina y de
Carmen Isabel me eran no sólo muy familiares, sino familiares justamente allí
también, en el Magreb, y esa apreciación no pasó desapercibida por los hábiles
comerciantes de Chefchaouen.
Respondía con
mi dialecto marroquí chapucero, intercambiábamos frases en español y en “dariya” (dialecto,) me
preguntaban si Ana Cristina era una chica venida desde Siria. Fugazmente, y sin
que apenas Ana se diera cuenta, repasaba su rostro con los rostros de Carmen
Isabel, de Carmen y de Pedro y me decía que, esa pista semítica con la que
confundían a mi amiga, tendría que venir de la sangre de Pedro.
—¡Ana y Carmen tienen unos hermosos ojos almendrados coronados con arcos de cejas imponentes como las princesas de aquí! — me decía. ¡La humanidad y las sangres pueden ser un
pañuelo!, vete tú a saber las sales de qué multitud y generaciones de besos
dejarían su rastro por los corales de nuestro Caribe…
Luego de bajar
la montaña, de vuelta al otro lado del río, seguimos nuestros paseos por Chefchaouen
y sus tiendas de tejidos, telares, vasijas de cerámica con caleidoscópicos
colores, joyerías de plata y piedras semipreciosas, tienda de especias con sus
célebres conos aromáticos y embriagantes como los de las aceitunas amarillas,
rosadas, negras y de todos los verdes imaginables de las olivas. Celebramos su
cumpleaños, el 26 de julio, en una terraza viendo la Kasbah de Chefchaouen,
iluminada con una luz yodada que acentuaba su perfil almenado y con el color nacarado
a retazos de la luz de la luna. Le había dicho a Ana Cristina que quería
comprar una alfombra mágica
(que al final fueron tres) y, al día siguiente, fuimos a la tienda que había
seleccionado, aquella que me había maravillado hacía tiempo atrás cuando José Mari y yo fuimos allí de paseo, en octubre del año anterior.
¡Otro agareno
que me preguntaba si la chica era de Siria! Debo aclarar que, para el
imaginario de los jóvenes marroquíes, ¡las mujeres sirias son la representación
de sus odaliscas del paraíso en la tierra! Cuando Mohamed me escuchó decir que
éramos venezolanas, acto seguido, me preguntó si yo era su madre. Ana Cristina y
yo soltamos unas carcajadas largas. Claro, él no entendía cómo iba a estar una
muchacha así por el mundo desde tan lejos sin sus padres o, mejor dicho, “sin su padre” con el
cual pudiera formalizar un compromiso nupcial.
¡Menuda tarea
y responsabilidad: representar a Pedro en Marruecos!
Debo decir que
esto, ciertamente, ¡no me lo esperaba!, me entró un ataque de hilaridad,
no sólo por la propuesta del muy próspero, agarbado y guapo comerciante, sino
porque Pedro para mí estaba en otro plano. Un plano inalcanzable.
—«¿Cómo puedo representar a Pedro?» — decía para mis adentros.
— «Yo: ¡de papá postizo e
improvisado y lo que más puedo llegar a oler
del Derecho,
es esta suerte de derecho
consuetudinario del mercadeo magrebí, bastanteado y aprendido en los zocos,
regateando el precio de los atunes, corderos, tinajas y pieles. ¡Madre mía!» — seguía este asunto en el
ajedrez de mi cabeza.
—
«No
sé que será más difícil: si tratar de emular a Pedro en sus maneras pausadas,
suaves y de argumentos dialécticamente contundentes; o, descorrer el velo de cómo
nos consideran a las mujeres allí. Yo que soy todo crispamiento, con gestos muy
desiguales y hasta incorrectos… la pésima contrincante de una partida de póker» — el escenario estaba servido,
aunque en los entretenidos vaivenes de las negociaciones en las medinas del
Magreb, el punto teatral es más que necesario y forma parte del protocolo.
Más allá del
disparatado amor a primera vista de Mohamed, el cual, habida posición, bienes y
país puede casarse tantas veces le permita un Cadí (juez) previo examen de su
fortuna según la Mudawwana
(Código de familia en Marruecos), estaba Pedro que, para este varón
mahometano, tendría todas las papeletas para ser un Ulema, ¡nada más y nada menos!, y para mí, en nuestra cultura occidental no
existe un símil más completo para Pedro, y me explico: Reconocerlo docto,
magistrado, uno de los primeros constitucionalistas de nuestro país antes de
que, en 1999, fueran tan demandados por los procesos de transformación política
en Venezuela… se queda corto. Muy corto. Hay que hacerse del mas generoso,
sincero, humanista y poético arsenal de definiciones para acercarnos a nuestro
querido Pedro Bracho Grand. En mi cabeza y corazón, después de tres años
allí, trabajando, compartiendo y leyendo autores árabes y muy especialmente
toda la obra de Fátima Mernissi, los Ulemas
medievales no sólo debían ser doctos en El Corán, La Sharía,
jurisprudencia islámica, sino tener esa vida íntegra y compasiva, conocer
profundamente la poesía, geometría y hasta astronomía, y eso no era imposible
para una cultura que nos ha regalado los números, sesenta maneras de decir “te
amo” cuando en español tendremos unas doce y los japoneses sólo tres. Nuestro
comerciante rifeño había obrado por arte de magia, en un arrebato de amor, que yo
entrase en la perspectiva de “ver” a
Pedro en las dimensiones que lo hemos recordado y admirado en nuestro encuentro
por zoom, el pasado miércoles 21 de julio. Creo que fue la primera vez que tuve
la oportunidad de tomar distancia para reconocer lo más objetivamente posible a
Pedro, y recordé el poema de Kahlil Gibran.
Para
Ustedes que leen, estoy nuevamente de vuelta a la tienda en mi alfombra
voladora. Mi alfombra voladora fue una vez más la imaginación y el relato,
aderezando el lugar frente a nosotras: un té moruno aromatizado a partir de
gotas de esencia de jazmín y de yerbaluisa, que sólo sirven los marroquíes para
ocasiones muy especiales como acuerdos, bodas, bautizos, encuentros con la Autoridad.
Al primer sorbo entendí que el chico hablaba en serio. Ana Cristina no lo
sabía, pero yo había estado por mis responsabilidades en escenarios donde ya
sabía diferenciar el té de esas ocasiones. Mohamed fue dilatando sabiamente el
encuentro, no sólo con la muestra de las alfombras, cual más asombrosa que la
otra, y que realizan en tarea ruda las mujeres con sus manos; teníamos una
transacción de la artesanía que era el objeto de mi visita. Las más costosas
eran la que tenían en un extremo los flequillos anudados, porque significaban
que era la última alfombra que haría una maestra tejedora y anciana: Su
alfombra de despedida. Los kaftanes, las chilabas y kandoras eran trabajo de sastres,
de varones, pero las alfombras eran trenzadas por manos de mujeres, domeñando las
lana desde sus casas rurales y ese trabajo es, con mucha diferencia, un trabajo
muy duro, de mucha paciencia y franca maestría.
Siempre
me ha gustado entrar en el arte lúdico de la negociación con ellos: los
bereberes, porque hacen de esto un verdadero performance, creo que en el
caso de estos pueblos va en su epigenética. Si al final no logran venderte
nada, ellos han disfrutado estar contigo, gustan hacer gala de ser
extraordinarios anfitriones durante las ventas dentro de sus tiendas, y, a ser
posible, quedar contigo amistosamente para otra ocasión, en el té de la venta
dejan su ingenio y locuacidad. Ana Cristina tomó varias fotografías del
encuentro. Dan fe de ello. Finalmente me decidí por una, pero la segunda
“negociación”, la nupcial, fue la que rompió el encanto.
Como
ya les decía, este joven, guapo y próspero comerciante me colocó en una
tesitura imposible: representar a Pedro, nuestro ulema venezolano. Aún
así, nada… decidí entrar en el juego.
—¿Qué
ofreces a mi familia por Ana Cristina, abogada, con estudios de postgrado, con
idiomas y una joven promesa de las letras? — le dije.
—¡Un
camello! — respondió. ¿Un pinche camello?, no me lo podía creer. Este
primer planazo daba al traste con mis más audaces elucubraciones pitagóricas. Como
comprenderán, ni en juego podía caerse mas bajo. Después, aduje las virtudes de
la familia, y en tierra mahometana empecé a recitar el rosario de virtudes del Padre,
(a ver si al menos cubría la ofensa de ofrecer un solo camello de partida en la
negociación), luego de la Madre y de Carmen Isabel, además, ¡ella tiene una talentosa
y hermosa hermana doctora! — Y así, a miles de kilómetros de distancia y sin
ella saberlo, tangencialmente metí también a Carmencita en este saco.
—¡Dos
camellos! — aumentó la oferta. El estupor me empezaba a calentar el rostro,
delataba mi primitivismo. Ya nos habíamos chupado la jarra de té moruno de
ocasiones especiales, ¡y sí que lo era, pero en el sentido anverso al que había
imaginado! Ana Cristina se reía, el equilibrio que me había imaginado se estaba
haciendo líquido, y mi autoestima de negociadora aprendidos esos años allí se
estaba yendo literalmente a la mierda.
—¿Cómo?,
¿dos camellos nada más? — seguí a ver si reaccionaba el moreno negociador
contrincante.
—¡No,
vale!, no. Esto es muy indigno. Si no comienzas por cien camellos ya estamos
agarrando nuestros bártulos y nos vamos. — le dije. Contraataqué dispensando más
virtudes y razones de la familia, pero de nada sirvió.
Nada,
no mejoró sino en dos camellos más. Me volví hacia Ana Cristina que se esfumó y nuestra joven promesa de las letras y del derecho tomó forma ante mis ojos de tres camellos, sólo uno se dejó fotografiar con nosotras. Me di cuenta de que tanta humanidad por cuatro camellos sería el
horizonte más atrevido de la oferta, y peor aún, para Mohamed negociables a la
baja ¡porque conozco en gran medida el corazón del juego de la negociación
bereber! Conocida la tasación de los tres camellos, (¡si acaso!), comprendí que
todo el juego era un verdadero despropósito y que lo mismo daba hablar de
camellos, mulas o cabras. Éramos eso: poco más que ganado. ¡Ni en juego!
— «Creo
que mi práctica del derecho
consuetudinario pulido en el zoco de la esquina es la mar de chimba» — en fin…
Me imaginaba entonces a Pedro, a Carmen y a Carmen Isabel como los tres Reyes Magos sobre los tres camellitos, como caravanserallos desterrados, sin mercaderías, errantes por los médanos de Coro y sin una cuarta parte del “cuarteto” . Y, a mi mala conciencia llegó el momento de negociarle al mejor precio las otras dos alfombras mágicas, ¡Pero para salir corriendo de la tienda!, no recordar al comerciante infame, y, sobre todo, restituir en lo que en mi mente habría sido una ofensa en el corazón de la dignidad de nuestro ulema, una ofensa para Carmen, para Carmen Isabel y, ¡obvio! para nuestra joven promesa de las letras y del derecho.
—¡El
profeta no cruzaba el desierto de la península arábiga con menos de 500
camellos! — dije. Lo sabía porque lo había leído.
Para
amanecer el viernes, 16 de julio, día de nuestro Santo y patrona de los
marinos, soñé que estaba en casa de Pedro y Carmen, en Maracaibo. Soñé que
estaban ellos con su par de ninfas en Saint Thomas, que yo les tomaba muchas
fotografías y, al lado del ventanal que da a la terraza, cantaba un ruiseñor y, a
los pies del ruiseñor, estaban mis alfombras. Una de ellas con el extremo de
los flequillos anudados.
Las
tres alfombras de esta historia aún me esperan en Costa Rica, hermosas, únicas,
duramente negociadas. Lo que no supe hasta este 20 de julio era que Pedro partiría
en la verdadera alfombra mágica de flequillos anudados al extremo, esa que
apareció en mi sueño, quizá él ahora sobrevuela en ella los Médanos de Coro y
sus mejillas son acariciadas por un nuevo viento: Por el viento de la Península
de Paraguaná.
Algunos tienen poco, y lo dan
todo.
Éstos son los que creen en la
vida y en la generosidad de la vida: su cofre nunca está vacío.
Algunos dan con placer, y ese
placer es su recompensa.
Algunos dan con dolor, y ese
dolor es su bautismo.
Algunos dan y no conocen el dolor
de dar, ni buscan el placer de dar ni lo dan conscientes de la virtud de dar.
Dan como el mirto en el valle que
ofrece su fragancia al aire.
Por las manos de los que son como
esos seres habla Dios, y desde el fondo de sus ojos Dios sonríe sobre el mundo.
Kahlil
Gibran
El
Jardín del Profeta
A
Carmen Luisa, Carmen Isabel y Ana Crisitina: las Tres Reinas Magas.
A
Pedro, que surca los cielos del paraíso sobre una alfombra mágica.
Con amor,
Elsy
del Carmen
Bellísimo como todo lo que escribes, negrita
ResponderEliminarY toda mi solidaridad y condolencias a la familia de don Pedro, especialmente a su esposa doña Carmen y sus hijas, Ana y Carmen Isabel.
ResponderEliminarBellísimas líneas que describen amorosamente una relación muy hermosa de amistad que se hizo familia indudablemente.
ResponderEliminarMi más sentidas palabras de condolencia para Carmen, sus hijas y el resto de la familia.
Pedro también fue para mi familia una persona muy especial y querida y siempre lo recordaremos con mucho amor y profundo respeto.
En nuestras memorias siempre presente estará🙏🏻